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CONTRADICCIONES NATURALES

Tarnely, caminaba imponente sobre la planicie, por momentos se detenía para observar, a lo lejos, las montañas que la enmarcaban. Verdes, muy verdes se veían después de la lluvia, pero solo él se detenía a contemplar ese verde.
  
Un día decidió alejarse de su manada, quiso conocer cosas nuevas, cosas que nunca hubiera experimentado y por eso, sin decirlo, marchó lejos de sus crías y su hembra, y aunque a la distancia, a través de muchos kilómetros, escuchaba los llamados de sus congéneres, solo se alejó.

Los primeros días fueron, especiales, árboles gigantescos, pastos florecidos, otros animales que por primera vez pasaban a través de sus pupilas, mucha agua y una brisa suave y olorosa a tranquilidad que lo guiaba más y más lejos de su tierra natal. Y en uno de esos días sucedió lo inesperado. Mientras caminaba y se acercaba a unos matorrales provocativos, el gran elefante escuchó por primera vez la melodiosa voz de Lahizet. En medio de la soledad, cantaba, sin importarle lo que ocurriera a su alrededor, solitaria, miraba hacia la nada, era muy pequeña en comparación con Tarnely, y sus cuatro toneladas. El imponente elefante no quiso asustar a quien cantaba y con mucho cuidado escarbó entre el matorral hasta que pudo verla, indefensa y hermosa, le componía a su soledad, al igual que quien la espiaba, un día salió de su manada sin importarle lo que pudiera pasar.

Lo dejó observar, dejó que escuchara su voz y su pequeña guitarra, y cuando menos lo esperaba, lo puso al descubierto
-¿Siempre miras de esa manera a los demás?
Tarnely, quedó sin palabras, frío y estático, y luego de un momento sonrió, debajo de su trompa y en sus ojos, solo se vio alegría. Sin palabras, los dos, ella subida en el lomo del coloso, recorrieron cientos de lugares, sin importar lo que dijeran las bestias de la planicie, se amaron, sin importar sus diferencias, se amaron, sin importar que en dos lugares distintos, algunos pensaran en ellos por necesidad, se amaron.

Secretos del uno y del otro fueron compartidos, las cosas que ambos disfrutaban igual, Tarnely le mostró el intenso verde que resaltaba en las montañas luego de la lluvia, Lahizet le enseñó que esa lluvia era especial cuando caía directamente en el rostro, y ambos comprendieron que el amor nunca moriría, aunque estuvieran lejos el uno del otro.

La pasaron bien, pero de pronto, de un día para otro, las cosas empezaron a cambiar, Lahizet, sintió miedo, algo la detuvo y quiso regresar con Yatmithe, de nuevo Tarnely vio en ella la mirada lejana de la primera vez. Y él una vez más escuchó el llamado de su manada, bramidos que recorrían cada rincón de la planicie en busca de esas orejas grandes. Se sintió apresado, sitió la espada y la pared. Y todo sucedió como debía ser, como la naturaleza lo ordenaba, Lahizet, volvió a su manada, volvió con el pequeño Yatmithe, volvió a las madrigueras de las que un día quiso escapar, y mientras ella se alejaba, parado en el límite de su soledad Tarnely la dejó marchar, dos lágrimas le recorrieron la piel, pero se confundieron con la lluvia que entristeció aún más la despedida.


Mirando hacia el suelo Tarnely, volvió, en silencio, y siguió viviendo, aunque en su memoria de paquidermo el recuerdo de aquella pequeña criatura que lo hizo feliz un tiempo vivió hasta el día de su muerte…

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