Traído de la realidad EMBRUJO...



EMBRUJO 


Podía regresar a casa luego de las 2:00 p.m. cuando ya todos y todas se habían marchado, no eran muchas las que estaban de acuerdo con que yo fuera quien cuidara mientras permanecía solo (pobres ni siquiera tenían cosas de valor para tener tanta desconfianza). Abrí la puerta como pude, tenía una resaca que me hacía cruzar todos los cables del cerebro, cerré con fuerza y antes de subir al cuarto di una ojeada no muy prolongada, el cuerpo en un acto de anarquía se negó a cumplir mis ordenes y caminó hasta la escalera de madera, era mejor no oponerse los ojos se me cerraban y los pies actuaban con torpeza. Dormí un par de horas, no por falta de deseo, sino por los golpes en el portón principal que hacían retumbar la casa, no quería salir, ni saber quien era el autor de ese atropello contra mi soledad y mi sueño, pero cada golpe se escuchaba más fuerte, me descubrí, agarré el pantalón y me metí en él (el de abajo seguramente me había visto entrar por eso no se resignaba a perder su visita) me encajé los zapatos y una camisa blanca corrí hasta la puerta del cuarto, bajé apresurado y con cautela me acerqué al portón principal, suavemente coloqué las manos en él y un poco más retirado puse mi oído - ¿Quién llama? – Había silencio, al parecer el visitante perdió toda esperanza y se marchó. Giré mi cuerpo y cabeza en cámara lenta pero un nuevo portazo me sacó de transe – Johann abra, hermano abra rápido – del otro lado estaba Germán, preocupado y muy desesperado, al menos eso transmitía su voz, casi me impresionó por completo; por dos razones fue extraña su visita. Una, él nunca iba a buscarme y dos no sabía en que momentos llegaba yo a casa. Como pude incrusté la llave en la cerradura, todos los engranes de la chapa crujieron y el portón se abrió con delicadeza mientras las bisagras daban el toque misterioso al instante – Oiga ¿Usted me quiere matar de una sola o qué? Nunca viene y cuando lo hace le coloca todo el misterio del caso –. Como siempre Germán mostraba una sonrisa antes de todo, esa era su forma de saludar, nunca utilizaba chaquetas pero esa tarde lo hacía, cargaba una botella de cristal llena con agua y un libro que nunca había visto en sus manos – No crea que vengo de visita, necesito que me acompañe a un lugar, aquí cerca ¿Puede? -. Cada cosa era más extraña que la anterior, nunca antes me había pedido que lo acompañara de forma tan democrática, las otras veces solo comenzaba a caminar y a unos metros gritaba ¿Va a ir o no? Entonces tomábamos camino junto a él –Espere me visto bien y salgo ¿Le parece? - Me tomó un par de minutos subir y bajar, aseguré la puerta con doble pasador y marchamos. 


El sol, a punto de esconderse, alargaba las sombras atrás de nosotros - ¿Oiga, a dónde vamos? – Preguntando una estupidez era la única forma de romper el silencio que nos acompañaba – No me pregunte, pero cuando lleguemos necesito que sea fuerte, usted es un tipo con buena energía así que nada le va a pasar, solo haga lo que yo le diga – Lo último que faltaba, no tenía ni idea del lugar al que íbamos; sin embargo, el miedo me comenzaba a subir por el pantalón, hubiera sido mejor no preguntar, ahora el silencio era mayor. Tomamos un camino en tierra por donde la mayoría de casas se encontraban a medio construir (en obra negra), todo era tenebroso, las puertas, las ventanas, un par de perros callejeros y dos ancianas arrugadas que tejían y hablaban como si no estuviéramos frente a ellas. Nos detuvimos cerca de una lámina de lata grande, improvisaba un portón, ennegrecida y oxidada por el agua y el sol (además del viento, el frío y la orina de los perros), Germán golpeó tres veces esperó un segundo y lo hizo una vez más, con seguridad era una clave, nada podía ser más raro en ese momento, la lata y las bisagras crujieron de punta a punta, la piel se nos puso de gallina, del otro lado, dentro de la “casa” (si a ese rancho se le podía llamar casa) estaba Martina, una mujer gorda, de poca estatura y con rasgos indígenas muy marcados – No vaya a tener miedo -, una vez más la advertencia, corriendo, salió y brincó hasta los brazos de Germán su hijo Cristian, tenía siete años y cursaba tercer año de primaria -¿Dónde está? Aquí tengo el agua bendita y la Biblia ¡ha! Y traje a Johann para que nos ayude – Martina miró de reojo una puerta – Ahí, pero yo entro primero para agarrarla – La mujer se metió en el cuarto, Germán abrió la Biblia y el frasco en el que cargaba el agua, yo no reaccionaba, estaba petrificado, solo escuchaba y trataba de procesar el hecho de encontrarme en un lugar que no conocía, a punto de enfrentarme a quién sabe que – Vamos, cuando entremos cójala duro de las piernas, recuerde, usted tiene buena energía - ¿Por qué me dijo eso? Era lo único que no quería oír, caminé a tras de él, tan pronto cruzamos la puerta la vimos, Martina la tenía sujetada por los brazos, inconscientemente la agarré por los tobillos, con toda la fuerza que me acompañaba. Ariadna, la medio hermana de Germán que días antes en el colegio estuvo jugando con una tabla de esas que sirven para invocar a los espíritus, o algo así. Parecía otra totalmente endemoniada, no sentía la presión de mis manos sobre sus delicados tobillos. Mientras forcejeaba con Martina y gritaba cientos de injurias contra su medio hermano, Germán leía pasajes bíblicos y la roseaba con agua, una y otra vez (Cristian, en los brazos de su padre era totalmente ajeno a lo que pasaba, para el solo jugábamos, reía con cada salpicadura de agua que caía en la cara de Ariadna o cuando intentaba tirar la Biblia por uno de sus costados). Por más de media hora estuvimos ahí, mis dedos adormecidos no pretendían soltarla ni por un segundo hasta que ella cayó dormida sobre el colchón viejo que la soportaba, Germán descargó a Cristian, leyó algunos salmos, colocó la tapa al frasco y se cruzó el cuerpo con la santa bendición de Dios, solo pude mirar y guardar silencio, seguramente que los tobillos de la joven quedarían amoratados por la falta del oxigeno que tuvieron por treinta minutos, Martina también la soltó y cargó al niño, en fila india salimos de allí, de una vez atravesé el portón de lata viejo, sin dar explicación alguna, las dos viejas estaban aún frente a su casa, continuaban tejiendo, esta vez si sentí su mirada juzgadora sobre mi espalda, camine más rápido que cuando llegamos, ya no habían perros callejeros y la tarde se convirtió en noche, por lago rato busqué compañía pero no encontré a nadie, ni uno solo de los que hasta ese día eran llamados amigos. Tenía miedo, miedo de estar solo, de las sombras que se hacían en las penumbras de la calle, de saber que dormiría sin nadie a mi lado, a eso de las 10:00 de la noche entré a casa, un gran vacío estaba esperándome, la luz que cruzó por la puerta, alargó las sombras que me perseguían, tuve dudas, pero luego de unos minutos de silencio y pensamientos macabros cerré la puerta – Maldito Germán, ¿Por qué me tenía que buscar? Yo solo quería descansar un rato para que la resaca desapareciera – atravesé el salón principal, no tuve el valor de ojear los alrededores, crucé directo hasta la escalera de madera que desembocaba en mi cuarto, la oscuridad me perseguía y casi tocaba en mi cuello, el sótano triplicaba el eco de los pasos, la puerta corrediza que me protegía en la noche de la arremetida de los insectos se trabó, tuve que tirarla con fuerza para que rodara, encendí la luz y prendí fuego a un espiral que erradicó a los zancudos chupa sangre, la música a todo volumen exorcizó el silencio que me oprimía el pecho, cerré de nuevo la puerta corrediza, caí sobre la cama sin quitarme la ropa, solo pude conciliar el sueño entrada la madrugada. 



Después de unos días cambiaron las cosas, Germán se mudó de casa, hablamos un par de veces y prometió ayudarme con un buen empleo, seguramente se sintió culpable de que nuestra amistad se fuera extinguiendo poco a poco, Ariadna nunca fue la misma, los ojos inocentes que tenía al llegar a nuestra calle se habían convertido en ojos sigilosos, siempre en sospecha de todos, no hablaba con la misma dulzura que tenía la primera vez cuando cruzamos ideas, Martina y el padre de mi amigo acabaron con los negocios que tenían por ahí, por vergüenza o aburrimiento, nunca se supo la razón, solo se acabaron y ya. Yo, aún camino por las noches creyendo en cosas sin esperar a verlas para saber que existen, mirando más allá de los que pasan por mi lado, abandoné la casa vieja, busqué un lugar más cercano a las personas y con el pasar del tiempo olvidé a Ariadna a Germán y a la pocilga que la albergó mientras fue presa de sus propios miedos y demonios…   

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